En la última década nos ha sido importada desde
Estados Unidos la fiesta de Halloween, una celebración que nada tiene que ver
con Canarias pero a la que cada vez más se suman adeptos, tanto así que podemos
ver chicos (y no tan chicos) disfrazados por cualquier barrio haciendo el “Truco
o trato” por la noche del 31 de octubre o haciendo cola en las puertas de las
discotecas preparados para la fiesta. Y es que la maquinaria consumista de la
publicidad estadounidense avanza machacando cuantas tradiciones se encuentre en
el camino tildándolas de “anticuadas” con lo cual todo aquel que se precie de “moderno”
debe adoptarlas para mantener su estatus.
Es triste ver que la cultura y
tradiciones canarias terminan por desaparecer ante el consumismo desmesurado, parece
que nuestros niños se crían en un pueblito internacional donde todo lo externo
es tan guay como para olvidar la propia identidad, cabe destacar que no es culpa de
los niños sino de nosotros, los adultos, que reforzamos precisamente esa falta de
identidad.
La verdadera tradición canaria es la
celebración del Día de Finados, que antiguamente era el día 2 de noviembre (Día
de todos los muertos) y que posteriormente pasó a celebrarse en víspera, es
decir, la noche del 1 de noviembre (Día de todos los santos).
El primer mandamiento de la fiesta es el “Enramado”,
la visita de los cementerios para engalanar las tumbas de los familiares con
flores y velas, además de colgar de las cruces décimas en memoria de los que ya
se han ido, muchas familias iban cargadas además con comida y mantel para
terminar comiendo juntos y recordando al finado.
El segundo mandamiento de la fiesta es
salir a pedir los “santos” por lo cual las familias se preparaban pasando
higos, higos picos y poniendo almendras dentro que regalaban a los chicos que,
talega en mano, tocaban la puerta preguntando “¿Hay santos?”. Después de llenar
sus talegas volvían a casa felices de sus hallazgos.
El tercer mandamiento de la fiesta se
producía al atardecer, las familias se reunían para celebrar “los Finados”
donde las personas de mayor edad compartían recuerdos, casi siempre jocosos, de
los difuntos. Y es que esta tradición asume que la muerte es parte de la vida y
la mejor forma de recordar a quienes ya han partido es con la alegría de saber
que han vivido y compartido con nosotros. Mientras se asaban las castañas se
compartían tragos de anís, vasos de vino o de ponche, así como, otros manjares,
entre ellos: buñuelos, pan de huevo, frangollo, queso de almendras, roscos de
anís, chochos, piñas asadas, etc.
Una parte ya olvidada de la tradición
marcaba el paso de los “Ranchos de Ánimas”, grupos de guitarristas y timplistas
que recogían dinero a cambio de los cantos y que más tarde entregaban al
párroco del pueblo para enterrar a aquellos que carecieran de familia. Era
también costumbre en algunos lugares de Canarias que el panadero del pueblo
entregara ese día a sus clientes más asiduos el “Pan por Dios” y estos le
respondían al recibirlo “que te lo acreciente Dios”. Así mismo, ha sido ya
olvidada la salutación a los familiares del difunto en su velatorio con la fórmula
de “Dios guarde el calafote frío, de la calavera mundana” y a lo cual se
respondía “quien estas palabras viene a calabriar, allí está la silla, váyase a
sentar”.
Y quién no recuerda una tarde compartida
con la familia, en casa de los abuelos recordando entre dulces a quien ya se
han ido. ¿Tenemos nosotros el derecho de privar a nuestros hijos de una hermosa
tradición como la del “Día de Finados”? Entonces, ¿Halloween o Finados?